
Es evidente que jugando a fútbol aficionado, en Tercera División de la zona de Santiago para más señas, el nivel es el que indica el adjetivo, de aficionados. Y como aficionados que somos, vamos cada fin de semana a jugar contra otro equipo de la división, echando un rato más o menos entretenido junto al equipo, en la indispensable compañía del árbitro.
También está claro que sin el árbitro no se puede jugar, es quien dirige el partido y quien da validez al resultado de cara a la Federación. Pero lo triste es que a veces se jugaría mejor sin él en el campo que con el colegiado presente. Está claro que en una división amateur el nivel no es deslumbrante por parte de los equipos, y tampoco lo es por parte de los árbitros. Hay de todo un poco entre ellos: gente joven que se mete por el dinero extra que supone, gente que se mete por cierta vocación (si es que en realidad hay alguno – si fuesen la mayoría no tendrían que pagar), otros más mayores que continuan porque le habrán cogido cierto gustillo a eso de tener a 22 personas subordinadas cada domingo…
Y como ya digo, acepto que los árbitros no sean buenos, al igual que el nivel que hay en el campo no lo es. Lo que no acepto, ni entiendo, es ir a arbitrar un partido de aficionados con chulería, prepotencia y mala eduación. Ahí ya no entra lo bueno o malo que seas dirigiendo un partido de fútbol, sino el respeto que te ganes como persona.
Prepartido
Y todo esto sobre los árbitros viene del partido que nos pitaron hoy (técnicamente ya ayer, domingo), que resultó ser una escena totalmente surrealista. Mi historia de exceso de celo (o de idiotez, si se me apura) por parte del señor colegiado viene en la revisión de fichas, cuando me hace cortar un collar de hilo con el que había jugado ya toda la temporada sin ningún problema, porque se le puso en la cabeza que no podía llevar absolutamente nada colgando del cuello. Pues vale, si fuese sólo eso no tendría post.
Pero no, aún había más y mejor…